domingo, 24 de abril de 2016

En la casa de Emily Dickinson (un recuerdo de cumpleaños).



Ayer fue mi cumpleaños cincuenta y seis.


Gracias a la delicadeza del amigo Chester King, editor del sitio online Afrocuba Web, pude asistir, en la Universidad de Amherst, a la presentación de Tomás Fernández Robaina a propósito del más reciente de sus aportes al campo cultural cubano: la compilación “Antología cubana del pensamiento antirracista”, volumen que reúne un amplio catálogo de pensadores nuestros desde mediados del sigxlo XIX y hasta la época actual.


Encontrarme aquí con Tomasito, cuyo cariño y generosidad he disfrutado desde hace mucho, enlaza el placer de compartir con el activista, erudito y trabajador incansable a la simple
alegría del disfrute junto al socio. Dan ganas de tener ya mismo ese libro que, estoy seguro, deberá de convertirse en una herramienta de primer orden; lo mismo para la recuperación de figuras poco menos que olvidadas del pensamiento social cubano, como para la proyección y las batallas por un futuro mejor. Dan ganas, igual, de que el libro circule, demuestre su valía, sea reseñado, discutido e integrado en los programas de estudio en las diversas enseñanzas, pues gran parte de los cambios de calado hondo y largo alcance en el país irán llegando de las transformaciones y aperturas que se sea capaz de introducir en esos programas.


Si a lo anterior se agrega que la presentación de Tomás fue organizada por ese espíritu inquieto (como también la persona que lo lleva) que es Agustín Lao, entonces se entenderá que fue un momento de exquisitez. Sumo que también tuve la posibilidad de conocer otra persona especial y generosa, Mary Ansara, para dejar la marca de un día diferente. Sin embargo, fue a la mañana siguiente (o sea, hoy) cuando, una vez más gracias a la mediación de Chester pude cumplir un sueño viejo y frágil: visitar la casa donde vivió y falleció la poeta Emily Dickinson.


(confieso que, más que estrictamente visitar la casa, hoy convertida en museo -que incluso estaba cerrada, en reparaciones- se trataba de caminar la tierra, el suelo mojado de un día frío y húmedo como hoy, gris, con llovizna, como tantas veces imaginé que habrá hecho, en su tiempo, la poeta.)


Y aquí, como nos pasa con tantas cosas, se removió la memoria y recordé que hace casi treinta años, tres personas soñamos con que los jóvenes escritores cubanos tuvieran una imprenta en la cual -de modo artesanal, en tiradas cortas, pero con arte y trabajo amoroso- fueran publicando libros. Claro que no podíamos hacerlo para la totalidad del país, pero aunque sea -en eso creíamos- podíamos dejar como ejemplo la unión de belleza, hondura y amor a la hora de producir cultura. Aquellos soñadores fuimos Cira Andrés, Sigfredo Ariel y yo.


Cira y Sigfredo, por entonces, vivían como pareja. Ella no sólo era graduada de arte, sino también poeta fina. Sigfredo, además de poeta, diseñador y editor, junto con el erudito en cuestiones de música, había nacido hijo de imprentero e imprentero él mismo. Yo, junto con la flamante condición de presidente de la sección de Literatura de la naciente Asociación Hermanos Saíz en la Ciudad de la Habana, podía enseñar el título de “pasador B de planchas litográficas” que había obtenido en el taller de fotomecánica de la imprenta Ñico López.


La cuestión final es que numerosos augurios se dieron cita para que, luego de las más variadas reuniones administrativas, nos fuese cedida una pequeña máquina y una caja que, operadas por Sigfredo y Cira, dieron su primer fruto en un pequeño y hermoso cuaderno con traducciones de Emily Dickinson, hechas estas por otro erudito nuestro, enciclopédico en el mundo de la música, traductor, profesor y crítico de cine, el también poeta Jorge Iglesias.


Hoy, cuando de repente me vi caminando el patio por donde paseara Emily Dickinson, no sólo recordé esta historia y el bello libro con las traducciones hechas por Jorge, sino que no supe responder si alguno de quienes hicieron la aventura habrían estado en el lugar. Y es que los caminos se separan y hay personas a quienes dejamos de ver, saber de ellos o sobre quienes escuchamos apenas. O acaso sea que hay algo de especial en escribir la historia de aquellos momentos que fueron sueños, los grandes sueños que cada uno tiene y guarda mucho más allá de que las cosas finalizan.


Si antes hablé de la generosidad de Chester y de papel como mediador, termino ahora int entando dar algún sentido al modo en que su presencia en esta historia desafía la noción de “casualidad”. Él desciende de un linaje de ilustres personajes de la región y su abuela materna no sólo vivía en la casa situada exactamente enfrente a la de Emily, sino que alguna vez contó a Chester (en una imagen de comienzos de los años 80 del siglo XIX) haber visto a la poeta caminando po ar el patio familiar.


Y e ste último detalle que me encantó. Cuando comenté a Chester, como parte de esa mitología repetida hasta el cansancio y que cualquier lector amante de poesía conoce, acerca de que Emily apenas salió del terreeno definidido por la cerca perimetral en cuyo interior quedan la casa de ella y del hermano, me respondió con la seguridad de quien narra una de esas historia entre vecinos que viene pasando de generación en generación: “sí, eso fue cuando ya no era joven... tenía cataracts... ¿cómo se dice en español? tenía cataratas”.

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