Que sea hermoso, dulce, tierno, familiar, acogedor, memorable,
vivificante, con esperanza el Fin de Año en el que estamos ya.
Les envío este texto que me ha publicado "La Jiribilla"
Un ejercicio de auto-etnografía
Víctor Fowler • Cuba
lajiribilla@cubarte.cult.cu
De hecho, no hay racismo sin teoría(s)
Etienne Balibar, Raza, nación, clase
Toco a una puerta, pregunto por la persona cuyo nombre está en el papel
que llevo en la mano, explico quien soy, mi relación o parentesco, y me
piden que espere. Segundos más tarde escucho sonido de pasos mientras se
aproxima aquella a quien busco, una mujer de edad madura (yo era joven
entonces) que abre la puerta, me observa con algo de asombro y
pronuncia: "¡Ay, pero tú no eres tan negro!". La frase, como
acostumbramos a decir los cubanos "salida del alma", equivale, dentro
del contexto, al otorgamiento de una suerte de pase o documento de
visado, significa que lo conseguí o que vencí algo a lo que podríamos
llamar "la prueba". Perdón por la burla, pero es evidente que ha habido
varios, o aunque sea uno, comentarios anteriores, así como que la
opinión predominante, antes de yo aparecer, tiene que haber sido lo
bastante negativa como para que la exclamación sea introducida por esa
conjunción adversativa: "pero".
Para hacer lo anterior aún más conflictivo, la historia tiene lugar en
(o con) una familia donde los mestizajes raciales son inocultables,
aunque, eso sí, con menor concentración de "negrura" que en mi caso; es
decir, que hablamos de personas colocadas en un punto donde, como
no-blancos, reciben opresión por su color de piel a la vez que oprimen a
quienes, según la cantidad (o densidad) de "negrura" que exhiben, se
encuentran en un escalón más "bajo". Es tarea compleja imaginar o
calcular la enorme variedad de elementos lingüísticos, culturales,
conductuales, sicológicos, espirituales e ideológicos, entre otros, que
se entremezclan para que la anterior escena sea posible; es decir, para
que un oprimido proyecte en otro oprimido la cantidad y calidad de
opresión que recibe (o incluso la multiplique).
Para quien ejerce la hegemonía, esto es un momento extraordinario que
anuncia de qué modo un sector del Otro racializado se ha "apropiado" del
racismo y lo ha asumido como una práctica personal; es decir, ha dejado
de experimentarlo como algo externo, ajeno, y en lugar de ello lo ha
"entendido", lo ha hecho suyo y, al aceptar ejercerlo (en lugar de
oponérsele) lo fortalece y prolonga. ¿Es esto lo que sucedió cuando, al
nacer mi hija, hoy veinteañera, una vecina del antiguo barrio, por
entonces una niña, tal vez de cinco o seis años, hija de padres negros,
salió a la calle y a gritos preguntó a mi esposa si era cierto que
habíamos tenido una niña blanca? Al llegar del hospital de maternidad,
con la recién nacida en brazos, muchos vecinos se habían acercado a
conocer a la criatura; por la tarde, aquella niña, que al llegar
nosotros se encontraba en la escuela, conoció la noticia. ¿Quién, sino
alguien de la familia, la inició en las preocupaciones por el color de
la piel y en el "arte" de detectarlo? En esta apropiación del racismo,
dicha práctica deja de ser un escándalo, que provoca asco o rechazo, y
se transforma en algo que, simplemente, es, existe, está "ahí";
naturalizado o normalizado se presenta como poco más que un conjunto de
pequeñas herramientas con las cuales identificar, diferenciar y separar
personas y grupos.
II
Ahora estoy en un hospital y ha nacido mi primer hijo. Su cabello es muy
suave, su piel de color muy claro. Una amiga de entonces llega, toma al
niño en brazos, escudriña cada centímetro del pequeño cuerpo; entre
temeroso y expectante imagino que busca indicios de alguna enfermedad o
deformidad. Quita los pañales, alza los testículos y la escucho
suspirar: tranquila, confiada. No fue hasta mucho después que se me hizo
claro lo que había pasado: había encontrado en esa diminuta área la
mancha, marca o zona oscura que delataba y adelantaba lo que, con el
correr del tiempo, tenía que pasar: el color de la piel iba a oscurecer
y el cabello a ensortijarse porque era negro. Tanto la intensidad como
el carácter "experto" de esa mirada me sorprenden, y avergüenzan,
todavía hoy, treinta años más tarde; la puesta en práctica de una
tecnología de "detección" que permite localizar los signos externos que
revelan, debajo o detrás de cualquier cobertura, todo lo "negro" que hay
en el Otro.
Esas herramientas, incorporadas a la cotidianidad, útiles y diseñadas
para cada "ocasión", son "saberes" elaborados por generaciones
precedentes, aglutinados que resumen sus prejuicios y que reproducen,
hasta en las situaciones más ínfimas, el aparato íntegro de la opresión.
Esa mirada que sabe "leer" el tamaño de los dientes, el ancho de los
pómulos, la forma del cráneo, el ancho de la nariz, el grueso de los
labios, los tonos de piel, el levísimo velo de oscuridad debajo de los
ojos, las roscas del cabello en la nuca o las patillas, los sitios donde
una "procedencia" no puede ser ocultada, es la mirada del mercado de
esclavos, de la compra-venta y de la plantación, del amo que viola a la
negra y luego, cuando el parto, elige según la piel sea más clara y a
esos les da (les daba) casi siempre mejor vida.
La tragedia de semejante mirada es que carece de sentido sin las
palabras, necesita expresar "lo que ve", lo que ha descubierto, y aquí,
al cumplir con ese mandato de compartir y exponer el "saber" que tiene
acerca del Otro observado y analizado, no puede menos que producir
ideología y teoría; dicho de un modo más simple, el que mira, detecta,
identifica y clasifica está obligado a expresarlo, compartirlo,
comunicarlo porque el "conocimiento racial" sería un placer autista si
solo sirviera a uno mismo: es conocimiento "social", para los demás,
para que ocurra "algo".
Es así que desde el nacimiento nos es entregado, enseñado, puesto a
nuestra disposición, todo el tesauro de los signos que, supuestamente (y
esto es algo en lo que hay que insistir) caracterizan al Otro
racializado; en esta acumulación, continuamente reforzada, supuestamente
se aprende cómo detectarlo, qué reacciones podemos esperar de él y en
cuáles situaciones, cómo "manejarlo" para rebajar el peligro de su
presencia, qué no hacer o decir, cómo mantenerlo "afuera" y cómo lograr
que entienda que esa posición externa es su "lugar".
¿Dónde, y gracias a quién, aprendimos a "detectar" la otredad racial? ¿A
través de cuáles sesiones de micro-enseñanza se aprende a asociar las
"marcas" con contenidos e incluso sensaciones negativas, a sospechar, a
temer, a excluir? ¿Quién de nuestra familia, amigos, vecinos, compañeros
de trabajo? ¿Cuáles chistes, cuentos de la vida barrial o del trabajo,
historias familiares, álbumes de fotografías, canciones a la hora de
dormir, juegos infantiles, salidas de fin de semana, comentarios a la
hora de comida, en el desayuno? ¿En cuáles de esos espacios de vida
"normal", tan cotidianos y repetidos que tal parece que allí no
sucediera nada trascendental?
III
Estamos en un edificio enorme, solos: ella y yo. "Quiero que sepas que
tú eres mi primer negro", dice. Los detalles en las historias importan
menos que lo que se puede extraer de ellas, que el instante en el que
aparece, por lo general de manera súbita, una grieta o ruptura; en este
caso, descubrir que soy su instante trascendental, su demencia, la
figura a través de la cual está quebrando las normas del grupo y
reescribiendo la historia familiar. A la misma vez, dado que ella nunca
pudo realmente salir del grupo, necesitó —antes de que la intimidad
avanzara hacia el descontrol del goce— explicar(me) y explicar(se) lo
que sucedía para que también yo experimentara lo casi sagrado de la
ocasión. ¿Qué debí hacer con semejante revelación? ¿Orgullo, distinción,
miedo? No fue un intercambio profundo y desgarrador acerca de nuestras
familias, prejuicios y posibilidades de crear lazos duraderos. No
hablamos sobre nuestros amigos y vecinos, cómo nos habíamos educado, con
quiénes compartíamos y qué iban a pensar (o hacer, o cómo reaccionarían)
a propósito de nuestra relación. No fue un diálogo que intentaba crecer
hacia valoraciones sobre la cultura nacional, discriminaciones,
exclusiones.
Si bien solo fue eso que cuento, unas palabras pronunciadas con algo de
solemnidad a la vez que esbozaba una sonrisa fugaz y cómplice, un gesto
pícaro, en una suerte de dimensión paralela —como si hubiera dos
historias transcurriendo, simultáneas y con los mismos protagonistas—
también hay mucho más; solo que no está en lo que decimos, sino
exactamente en todo cuanto callamos y ocultamos. Donde alguien queda
señalado como el "primer negro", en ese particular contexto de la
intimidad sexual (no en la biblioteca, una conferencia científica o
colocando flores en el cementerio a una tumba familiar), la frase
instaura un espacio de espera, una suerte de demanda de comportamiento,
para que el interpelado (pues de una interpelación implícita se trata)
se comporte o responda de determinada forma. La frase te roba la
libertad y te obliga a ser un actor, a que muestres "eso" que hacen los
que son como tú, "primer(os) negro(s)"; incluso en ese espacio de
desprotección de la persona que es el erotismo, la tecnología de la
detección te alcanza y tienes que mantenerte en guardia.
IV
El último cuadro de esta revisión auto-etnográfica tiene menos
implicaciones emocionales, aunque desde el punto de vista conceptual es
todavía más inquietante porque se trata de la conversación, más o menos
reciente, con uno de nuestros intelectuales. Hay un punto en el cual me
refiero a la incomodidad que provocan los chistes racistas en quienes
les toca ser objetos de este tipo de humor y, aunque bien sé que la
prohibición estricta de tales chistes despierta numerosos y agudos
problemas de interpretación, estoy enteramente de acuerdo en que debe de
haber normativas legales que protejan a quienes aquí son humillados.
Entonces mi interlocutor dice lo siguiente: "Pero eso es como cuando tú
estás sentado en el Malecón y vienen esos que tocan guitarra y a ti te
molesta la música… te puedes correr a otro lado". Escenas como esta, de
decepción poco menos que absoluta con alguien que imaginé diferente,
de-velan la totalidad de la persona a partir de un fragmento. Para mi
interlocutor, lo principal es defender a ultranza el concepto según el
cual el discriminador también tendría derecho a expresar su opinión en
el espacio público; sin embargo, lo extraordinario es que para que
semejante situación comunicativa ideal se mantenga, mi amigo (en este
caso, cumpliendo una función de mediador o de intérprete intelectual, de
productor de ideología) no tiene nada que decirle al racista, cuyo
derecho se encarga de proteger, sino que se dirige a mí para indicarme
que debo cambiar de lugar, alejarme, entregar el espacio. ¿Cambia algo
señalar aquí que mi interlocutor en esta anécdota es "blanco"? ¿No
significa su decisión que, siempre que se produzca cerca de mí, un acto
racista debo desplazarme y encontrar así espacios nuevos y seguros?
Ahora bien, si acepto que lo correcto es moverme, ¿de qué modo debo
evaluar mi relación con los espacios anteriores sino partiendo del hecho
de que allí siempre fui una suerte de figura sobrante, sitios a los que
realmente nunca pertenecí?
¿Qué es pertenecer? ¿Qué es no-pertenecer? ¿Cómo se siente la persona en
cualquiera de estas dos posiciones? ¿De qué manera aquello que
experimenta "modela" u "organiza" todo su sistema de relaciones: con la
familia próxima, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, conocidos, las
leyes, la Historia, el Estado, la esperanza, el futuro? ¿No es todo esto
lo que se pone en juego siempre que tiene lugar un acto racista; no
importa si verbal, gestual, económico, cultural, laboral, habitacional,
regional, erótico-sexual, lo que se nos ocurra?
V
Cualquiera de los ejemplos que he relatado en esta auto-etnografía se
refieren, en lo esencial, a la manera en la que el racismo —consciente o
no, agresivo o calmado— trata siempre de introducir en el subalterno esa
sensación de no pertenencia, de estar siendo tratado, enjuiciado,
valorado como "algo/alguien" ajeno, a medio camino entre persona y cosa,
estorbo, escollo, sobra. No importa, repito, si esto es realizado
mediante palabras, de manera verbal, que en miradas fijas y duras, a
través de gestos, valiéndose de gritos o en esa peor forma de castigo
que es el silencio. Identificación, detección, atribución,
clasificación, prejuicios, contenciones, demandas de comportamiento,
rasgos somáticos, saberes acerca del Otro racializado son todos
derivados del mismo tronco o matriz, madre y padre simbólicos: la
institución esclavista y su cultura, sus estructuras de poder y control,
su sistema de relaciones humanas fracturadas.
Si no recuerdo mal, la mutación genética asociada a esto que hoy día
conocemos como color de piel blanco tuvo lugar en el Oriente Medio hace
unos 30 000 años. El enorme proceso de expansión de la especie humana,
comenzada desde la actual Sudáfrica en busca del Norte, tuvo aquí un
punto de giro a partir del cual la diferencia de pigmentación sirvió
para definir y caracterizar grupos. ¿Podemos imaginar que sucediera al
revés? Es decir, que Europa estuviese poblada por humanos de piel oscura
y el centro de África lo contrario; que los esclavos transportados por
millones hacia América hubiesen sido todos de piel "blanca" y que los
amos en las plantaciones, los mayorales, los cazadores de esclavos
fugados, los políticos, los dueños de las grandes fortunas hubiesen sido
todos personas de piel "negra". ¿Existiría este mismo tipo de racismo
que existe hoy? ¿No será que todo este enorme aparato de opresión
(aparato militar, político, económico, cultural, religioso y, en
general, social) nunca tuvo, en lo más mínimo, nada que ver con
"colores" de la piel? ¿No habrá que asociarlo a las dialécticas de
posesión-desposesión, trabajo-acumulación, poder-privación,
explotación-castigo, para que entonces sea revelado el verdadero sentido
de lo que, en la superficie y apariencia, parece ser un asunto de
"color"?
VI
La mejor forma de terminar que se me ocurre es haciendo una confesión
personal y señalando algunas cosas que he recordado o aprendido mientras
hago este ejercicio de auto-etnografía. La confesión es que, al menos en
mi caso, los hechos racistas y, en general, discriminatorios, se
refractan en tres carriles paralelos: a) el rechazo activo, inmediato,
sea manifestando disgusto o discutiendo; b) lo que me atrevería a llamar
el momento "analítico", en el cual trato —con el mayor desapasionamiento
que pueda— de examinar lo sucedido, sus raíces, sus partes, sus
consecuencias; c) y un tercer momento al que califico como "discursivo",
el desencanto, el estupor, la sorpresa, la ira, o la alegría, la
solidaridad, la valentía animan la escritura de textos. En cuanto a las
cosas que aprendí o recordé, si tienen orden de preferencia, van debajo,
y si sirven para algo es para pensar.
La única forma de ser anti-racista es serlo en todo momento o lugar.
No hay racismo pequeño. Todo racismo, por diminuto o fugaz que aparente
ser, conecta con el largo entramado ideológico, cultural, económico,
político y, en general, social del racismo elaborado dentro de (y
gracias a) la cultura de la esclavitud.
Todo hecho racista alimenta y reactiva el mencionado sistema de
opresión. Esto significa que cuando el racismo ocurre despertamos el
pasado, discutimos el presente y comprometemos o estimulamos una
determinada opción de futuro.
Además del desmontaje económico que da soporte al racismo, de la
creación de un aparato de leyes que proteja al subalterno tradicional y
de los discursos ideológicos, políticos y culturales, la construcción de
sociedades nuevas necesita de una sensibilidad y una delicadeza
especiales.
Si es cierto que, como explica Balibar, "no hay racismo sin teoría(s)",
entonces tampoco hay antirracismo sin estudio y sin producción de
pensamiento; para desmontar el inmenso aparato ideológico-cultural del
racismo es imprescindible hacerlo en el campo de las ideas.
Ser persona antirracista no es una meta a la cual se llega ni una
distinción o calificativo que portar como una medalla ganada, sino un
camino de desarrollo multidireccional por el que humildemente se avanza
gracias a la fuerza de las convicciones y a la vigilancia sobre uno
mismo, aquellos que nos rodean y las diversas instancias de la sociedad
en la que habitamos.
La duración de cualquier lucha antirracista es tanta como la extensión
de la injusticia y como la vida misma de la persona convertida en
activista.
El racismo es solo una de las discriminaciones que los seres humanos
conocemos, ponemos en práctica o contra las cuales luchamos; entre
otras, las de género, sexualidad, identidad sexual, creencia religiosa,
edad, discapacidad, de carácter regional, por normas de belleza, etc.
Al señalar al "Otro" por sus rasgos, el racismo le suele atribuir
características y contenidos negativos, fantasiosos o hiperbolizados en
lo que toca a conducta sexual, identidad sexual y norma de belleza; al
mismo tiempo, de modo paranoide, invierte el listado de virtudes
comúnmente aceptadas y las transforma en debilidades del "Otro":
vagancia, falta de inteligencia, incapacidad de sacrificio, tendencia a
la violencia, etcétera.
Las herramientas de las luchas antirracistas son también útiles para la
lucha contra otras discriminaciones; donde la lógica de la cultura del
racismo es desunir, la lucha antirracista busca la solidaridad.
La única manera de construir una sociedad nueva es construyéndola.