viernes, 18 de octubre de 2019

De límites y otros asuntos…

Llevo días tratando de escribir sobre Más allá del límite, la telenovela cubana recién acabada de transmitir por el canal Cubavisión. La vamos a extrañar, en casa teníamos garantizados unos buenos minutos de intercambio al final de los capítulos y no fueron pocas las veces en las que diferencias en las valoraciones abrieron el camino para ir más allá de la novela misma y enredarnos en discusiones a propósito de cuestiones éticas, o sobre problemas propios de la representación de las realidades en la televisión. La duración en el tiempo, la complejidad de las acciones, el significado de los puntos de tensión y la manera en la que podemos integrar la solución de los conflictos articulan una sumatoria que puede ser explosiva, que nos desequilibra y sacude, una herramienta para discutir e incidir en el mundo que habitamos.

Telenovelas, seriales y seriados proponen al espectador un espacio-tiempo preciso (o sea, un lugar determinado) donde un conjunto de personajes enseña a los espectadores el tejido de relaciones que los conecta dentro de una determinada cadena de conflictos. Sobre esa base, nos son mostradas las jerarquías internas, las confrontaciones que enlazan a esos personajes, así como el desarrollo de su complejidad moral, ideológica, espiritual, humana. Ahora que terminaron las angustias e historias en Más allá del límite, después de tanto debate familiar y de haber releído algunos de los textos que sobre esta obra aparecieron en nuestros medios, a medida que se aproximaba el final, en mi cabeza aparece la imagen de una casa. La vivienda de la anciana Sonia dispara las ambiciones y la capacidad de intriga de su hijo Mauricio. Se trata de una construcción que, según nos es contado, está siendo vendida en 150 000 USD, cantidad que muy pocos nacionales que vivan en la Isla podrían pagar. Dicho de otro modo, una casa para ser habitada por ricos.

En muchas ocasiones nos fueron mostrados planos de esa edificación, grabados frente al lugar, sin que fueran parte de alguna secuencia de acciones propias del relato (por ejemplo, que algún personaje llegase a la casa o pasara frente a ella); contrario a ello, se trataba de tomas que operaban como meros elementos divisores entre una escena y otra, o simplemente servían para decirnos que la vida sigue, pero… ¿cómo hacer creíble la poca importancia de la imagen cuando lo que está en disputa en la obra es exactamente esa casa? En vez de ser un mero elemento divisorio, la imagen es su opuesto: un marcador intenso, un signo enfático, un llamado permanente de atención hacia la casa para que el espectador no olvide de qué trata todo y cuál es el motor de acciones y conflictos, qué es lo que no podemos dejar de “ver”. Me refiero al regreso de Mauricio a Cuba, a la cadena de engaños que él despliega para no solo tratar de que la casa sea vendida, sino para intentar quedarse con el dinero, volver a Miami y pagar la deuda que ha contraído con la familia de Talía. Tan imantadora es la conexión Mauricio-casa que del personaje y la hipotética venta dependen la recuperación (y purificación) de las relaciones entre él y su hermano Ulises; la mejoría de la relación entre él y Jacqueline, su hija; el destino de Sonia, la anciana madre de ambos hermanos; la relación con Talía, la esposa; y, más allá del ámbito familiar, la oportunidad de Vladimir para acceder a la cantidad suficiente de dinero que le permita abandonar el país; el destino de Camila, la novia de Vladimir; la posibilidad de Leo de comprar una propiedad tan valiosa en Cuba; la pareja que comienzan a formar Julián y Sonia, personajes de la tercera edad.

A toda esta cadena de variables, como un juego de cartas que, empujándose una a otra, caen todas, corresponde –también en términos hipotéticos– un ordenamiento paralelo derivado del lugar simbólico que la casa de marras ocupa dentro de las pirámides de poder de la telenovela. Desde este punto de vista, la oposición esencial tiene lugar entre esta casa, la más propia de un paisaje visual identificable con un nivel de vida elevado, y el resto de las que aparecen en el relato. Ninguno de los otros personajes habita o visita una residencia como esta que, en consecuencia, encarna la localización, el punto del paisaje urbano a donde ninguno de los personajes ha podido “llegar”. De hecho, el significante “casa” figura entre los conflictos centrales que atraviesan la vida de, al menos, los siguientes personajes: Mauricio (cuya solución para la deuda que debe de pagar en Miami es conseguir que sea vendida la gran casa familiar de La Habana y, sin detenerse en consecuencias, emplear este dinero para resolver su crisis), Roberto (quien vive como agregado en la casa de su tío, Julián, y va a entrar en serio debate cuando se enamore de Marlen, antigua esposa de su primo, Héctor), Mayito (que desea vivir separado de su padre Mario), Lourdes (que pelea con Vladimir, su hijo, por el derecho a reconstruir su vida sentimental y tener una pareja en la casa que ambos comparten), Vladimir (que aunque vive en la casa de su novia, Camila, no desea que Lourdes traiga compañero alguno al hogar que fue del padre, Daniel), Daniel (recién salido de la cárcel, al no tener donde vivir, es llevado por Vladimir a la casa de Camila mientras le “buscan” un cuarto), Leo (que mediante negocios sucios se convierte en un hombre adinerado y cuyo sueño es poseer una gran mansión), Karel (quien comparte vivienda con Aldo, su hermano, y por el hecho de ser homosexual es continuamente humillado por Olga, la madre de ambos).

Además de lo anterior, y para hacer más enrevesada la cuestión, no podemos olvidar que –después de que el matrimonio entre Ulises y Yamila entre en crisis y este regrese a vivir al lugar original, el sitio donde nacieron él y su hermano– la casa va a ser el complemento del poder económico que posee Ulises, cuentapropista dueño de un restaurante. Aquí es importante destacar que, en las discusiones propias de la ruptura, Ulises deja claro a Yamila que ella no tiene posibilidad alguna de ser reconocida como codueña ni tampoco oportunidad de reclamar retribución alguna como parte del acuerdo de separación. Conectar la cuestión de la propiedad con el énfasis en la vivienda es importante, porque si ambas cosas se dan para la figura de Ulises, en él también confluyen –como en ninguno de los demás personajes– cualidades como la moderación, la pureza, el desprendimiento y la bondad junto con la capacidad de trabajo y la habilidad necesaria para conseguir el tipo de éxito económico que puede obtener el dueño de un restaurante. No son características definidas al azar, sino que –gracias sobre toda a las últimas– resulta una suma que constituye la propuesta de individuo deseable para nuevos tiempos: un triunfador. No en vano, hacia el final del relato, las cosas le van tan bien a Ulises que, en un bello gesto solidario, que de paso marca el incremento del patrimonio familiar, le pasa a Carlos la responsabilidad de administrar el restaurante y se va él mismo a abrir uno nuevo. Este aspecto es reforzado cuando el encuentro que cierra la historia, una boda, tiene lugar en el restaurante y sirve para que, en un ambiente de alegría, seamos testigos de la perfecta reconciliación entre la casi totalidad de los personajes que han desfilado por los capítulos.

A tal punto llega esta fantasía del consenso y el ambiente cariñoso, que Aitana pronuncia una de las frases más espectaculares que se hayan podido escuchar en cualquier telenovela, acerca de que todos terminan teniendo pareja. El comentario funciona en el nivel del relato (adentro) y en el de los espectadores que, a lo largo de la acción, han asistido al nacimiento de una larga cadena de dúos. Este privilegio de lo maravilloso y el exceso sentimental es tan extendido, que incluso da lugar a emparejamientos como los de Yamila y el hombre desconocido que la acompaña en la fiesta final, y el de Talía con Leo, según escuchamos en el diálogo último de esta con Mauricio; me refiero al parlamento en el que este, como un Rastignac de bolsillo, jura que se va a convertir en millonario, línea de texto que merece figurar entre lo más ridículo que uno haya escuchado en nuestra televisión y que duele escuchar en voz de ese tremendo actor que es Fernando Echevarría.

Uno ni siquiera sabe qué hacer cuando enfrenta la solución que guionista y realizador dan al personaje de Graciela, la madre de Zunay y Yoel, dentro de esta especie de “repartición de felicidad” que han dejado para el capítulo final. En lo que tal vez sea ya su estado de desconexión permanente con la realidad, Graciela es conducida por la familia a un círculo de abuelos donde ceremoniosamente la recibe alguien que suponemos es la persona a cargo de la institución. Más tarde, durante la fiesta, Graciela y esta persona, ambos tomados de la mano, aparecen en el restaurante, él la besa en la mejilla y van a sentarse. ¿Cómo debemos interpretarlo? ¿Se han hecho amigos inseparables? ¿Es parte del tratamiento? ¿Por qué ese beso? Las acciones son lo bastante ambiguas como para que imaginemos cualquier cosa.

Igual juego con lo verosímil ocurre cuando Aitana llega al hospital para ver al padre, Héctor, quien ha pasado días en estado de coma a consecuencia de la golpiza que, presuntamente, le propinan dos delincuentes pagados por Daniel, el padre de Vladimir. La secuencia de acciones es memorable: Aitana toma asiento a un lado de la camilla, aprieta la mano derecha de Héctor, deja caer una lágrima, se acelera el ritmo de los aparatos que miden los signos vitales de Héctor, que parpadea y despierta. Dado que la única explicación para esto sería una coincidencia casi imposible entre apretón de manos y parpadeo, piénsese que hablamos de un paciente comatoso, solo resta suponer que el intenso amor de la hija ha hecho “regresar” al padre; un amor cargado de potencia purificadora, pues justo antes de la golpiza habían discutido y la relación entre ambos estaba más que tensa. La escena de sanación es de un ridículo total. En paralelo tiene lugar otra, entre un Vladimir moribundo y su madre Lourdes. Se repite lo mismo en esta ocasión, también en un hospital, hay tres mujeres cerca a la cama de Vladimir: Zunay, madre del hijo que Vladimir nunca esperó y único objeto de amor que ha habido en la vida del joven delincuente, Lourdes y, al fondo, la llorosa Camila. Vladimir se despide de Zunay y, al pedir que no le cuente al hijo que él existió, la libera de la obligación de memoria; Lourdes se acerca al hijo, lo abraza y entonces, de manera automática, como si lo hubieran apagado, este fallece. El instante, de un melodramatismo elemental, es estructuralmente idéntico, aunque vuelto de cabeza, respecto al despertar del Héctor que sale del coma en coincidencia con el abrazo que recibe de Aitana, la hija.

En términos de verosimilitud, es igualmente risible que la figura de “malo” clásico que encarna Vladimir sea alguien que roba 30 000 dólares en la casa de Leo, le agrega a dicha cantidad otros miles (robados de un escondite dentro del taller de Mario), ponga en un bolso la suma de ambas fechorías y entonces guarde el conjunto… ¡en uno de los compartimientos del multimueble colocado en la sala de la casa que comparte con Lourdes, su mamá! Como cualquiera podía imaginar, poco más tarde, limpiando el lugar, ella tropieza con el dinero como mismo lo descubre alguien, evidentemente enviado por Leo, para recuperarlo. Como también es ridículo que este mismo Vladimir, delincuente refinado, al que persiguen tanto Mario como Leo (los dos a quienes robó) y Walter (al que ha desbaratado para siempre el negocio de tráfico de muchachas para negocios de prostitución en Dominicana) se esconda, pero escriba la dirección únicamente para su novia, Camila, y que el pequeño papel quede encima de la mesa, a la vista de cualquiera que entre a la casa. Lo peor es que así, gracias a esta solución simple, Walter averigua la dirección del escondite y, cargado de ira, va en busca de Vladimir para terminar cobrando venganza e hiriéndolo de muerte en una escena en la cual, cuando este último reacciona sacando el cuchillo de la herida, mata a Walter.

Llegados al final, los trazos del relato se hacen más gruesos y quedamos con agujeros sin cubrir. Luis, el verdadero sociópata de la telenovela, caprichosamente enamorado de Alicia, que viene desde México a buscarla y, al encontrar que es novia de Carlos, da candela al pequeño negocio de este, queda libre y no sabemos más de él. La madre de Roberto, personaje femenino que entra a la acción traído por los pelos y todo el tiempo habla como si estuviera bajo efecto de una sobredosis de sedantes, igualmente desaparece y ni siquiera entendemos por qué era necesaria su presencia en la historia. De igual manera desaparece Marcia, la abuela de Dayana, especie de comodín diseñado para obligar a los personajes centrales a decir esto o aquello, en su caso gracias a una lengua viperina. Su misma desaparición súbita, como si tampoco se encontrase qué hacer con ella en los momentos finales y realmente decisivos para las acciones principales, indican, más allá de su carácter secundario, su irrelevancia. Otro personaje desaparecido de la escena es Aldo, el maestro corrupto que, al parecer, es estafado por Luis y detenido en el aeropuerto mientras intenta viajar a México para escapar de las deudas que tiene con la ley cubana. En este, que sí es un conflicto importante, dado que constituye uno de los cierres para la historia de Aitana, nos es ahorrado casi cualquier detalle y lo único que escuchamos es una llamada telefónica en la cual Aldo avisa a Karel que se encuentra en el aeropuerto y está metido en problemas. Uno esperaría gritos, depresiones y llanto de parte de Karel, que los amigos lo ayudaran como mismo él ha estado todo el tiempo a disposición de su novio Sandor, pero aquí hay otro ejemplo de los agujeros o debilidades dramatúrgicas del guion. En lugar de ser coherentes y enseñarnos los efectos del hecho en el mundo del personaje, el relato ejecuta una enorme elipsis y Karel aparece visitando a Olga, la madre de ambos hermanos. La visita, definida como una acción semanal, está próxima a la práctica de la caridad, pues el objetivo esencial del hijo es llevar alimentos a la madre recluida en la casa y que continuamente lamenta el destino de Aldo. Antes de irse Karel dice, y nos dice, que Aldo llama todas las semanas –lo cual, colocado en contexto, prácticamente confirma que cumple prisión– y que pregunta siempre por su madre.

Aunque el premio a la sorpresa, o a la intervención de última hora, lo merece con ventaja el alucinante tránsito de Dayana desde la imposibilidad de tener descendencia hasta el embarazo; tal cosa tiene lugar porque el gran secreto que los padres comunican a Walter y a los espectadores como un hecho firme (que la muchacha no puede concebir). Próximo el final, resulta que no era tan así, pues en realidad lo que los médicos habían dicho era que iba a ser casi imposible. ¿Estuvo esto siempre pensado así o es un inserto de última hora? En este punto, y dado que estamos en el momento de repartir felicidad entre los personajes, realizador y guionista parecen haberlo pensado mejor, haber decidido que dentro del formato telenovela cualquier prodigio es posible y entonces le entregan a Dayana el regalo de un embarazo. Ella ha manifestado que no desea estudiar y, entre Mayito y Walter, al elegir al último decidió que su ilusión era viajar, divertirse, tener cosas lindas y darse gustos. Debemos imaginar –en una extraña concepción de la maternidad como camino de mejoramiento– que la criatura que lleva dentro de sí es el correctivo perfecto para las actitudes y rasgos superficiales e infantiles de su personalidad.

La cuestión de la verosimilitud es también relevante a la hora de referirnos al trazado del personaje de Cuca, la adivina, tan grueso que terminamos la historia sin comprender a cabalidad qué sucedió con ella y la hija que perdió, esa que en los capítulos finales sabremos que es Beatriz. La explicación de Cuca, que la entregó a Sonia, que muy pronto se arrepintió de lo que había hecho, salió corriendo a buscar a la pequeña, pero que cayó por un barranco, estuvo meses hospitalizada y luego ya no la encontró, solo se sostiene al precio de olvidar en cualquier acción de la policía la existencia de archivos en los hospitales o de cualquiera de los numerosos procedimientos que pudieron haber sido empleados para corregir la situación. Junto con lo anterior también hay que poner en suspenso cualquier análisis de verosimilitud y aceptar el orden propio de los relatos maravillosos para que funcione esa lógica de retribución según la cual Cuca, madre que pierde una niña, su hija Beatriz, sea premiada con la adopción de otro niño, Sandor, solo porque la enfermera con la cual Cuca vive la ve triste y sin consuelo.

En este punto, quisiera volver a la casa para resaltar que no solo era el sitio alrededor del cual se movilizaba la acción y el territorio doméstico paralelo al territorio del poder económico, sino que era una frontera simbólica de lo nacional cubano hoy, el verdadero límite para la telenovela. Tanto realizador como guionista y crítica han insistido en que uno de los puntos fuertes del relato era la presentación del impacto de la emigración sobre la familia cubana, ya fuese en personajes que de manera firme eligieron vivir fuera del país u otros que –por diferentes motivos– desean en el presente emigrar o así lo pensaron alguna vez. Traducido al árbol de personajes de esta telenovela, estaríamos hablando de Mauricio, Talía, Camila, Leo, Luis, Yaquelín, Adrián, Yoenis, Walter, Aldo, Dayana y Vladimir. En un primer nivel, la emigración toca directamente a la cuarta parte de los personajes de la novela (12 de 42), aunque en profundidad impacta a la mayoría. En este contexto, ¿qué es una frontera?, ¿tendría esta alguna importancia particular?, ¿qué tipo de contactos, incluso batallas, se supone que se den allí entre representantes del afuera y del adentro?


Aunque realizador y guionista evitan quedar atrapados en el tipo de discusiones tópicas entre personajes que se alinean alrededor de qué es mejor, si permanecer en Cuba o marcharse, es claro que sí hay una suerte de muro divisorio basado en las actitudes éticas de cada quien; algo especialmente notable porque los que viven en “afuera” o lo persiguen en su mayoría son seres de escasos valores e incluso imbricados con lo delincuencial. Solo Adrián, Yaquelín, Yoenis, Camila y Dayana escapan a tal esquema, pero aun así las dos últimas figuran entre los arquetipos femeninos más negativos del relato. En el caso de Camila se trata de un claro ejemplo de mujer abusada verbalmente, con baja autoestima, cuya pareja le ha dicho claramente que no la ama y con quien ella sigue solo porque es “su hombre”. De modo extraño, pese a que nunca da muestras de querer acompañar a Vladimir en la vida que este sueña fuera de la isla –cosa que ella pudiera convertir en algo cómodo, pues es la única de su familia que aún vive en Cuba–, la muerte del machista que la maltrataba es lo que la convence de partir. En el caso de Dayana, ya hemos visto que es ejemplo de superficialidad, pobreza espiritual, infantilismo y una variedad de la baja autoestima aún más dañina que la anterior; recuérdese que ni siquiera el abandono de meses por parte de Walter y el enfriamiento notable de las relaciones entre ambos es suficiente para estremecer esa fantasía en la que se ve a sí misma como una princesa de cuento de hadas. De esta manera, el encuentro con Mayito en la gran fiesta de despedida deja las puertas abiertas al establecimiento de una nueva pareja luego de que –gracias al hecho purificador que significa su “acceso” a la condición de madre– Dayana evolucione, madure, encuentre quién realmente es y reconozca en el amor de Mayito hacia ella el amor de ella hacia él.

De todo este grupo ninguna figura es tan interesante y tiene tanto que decirnos como Yaquelín, en especial porque es la única que salió de Cuba, vive fuera en un estado que podemos definir como virtuoso y su retorno a la tierra natal también está marcado por la claridad de principios. Al mismo tiempo su vida está oscurecida por la tristeza y la imposibilidad de ser feliz; no se acostumbra al nuevo lugar, extraña, lejos de los suyos no ha podido rehacerse. Por esto, es un dato esencial que la aparición de Adrián, hermano de Camila insertado en el relato a la manera de un príncipe de cuento de hadas, quien encarna la posibilidad del amor, tenga lugar en Cuba. El fortalecimiento de los lazos de esta nueva pareja tiene lugar en simultaneidad con los gestos finales de la ruptura de Yaquelín con su padre Mauricio. De esta manera, la recuperación del vínculo pleno con la madre simbólica, Cuba, es obtenido al precio de cortar de modo definitivo la relación con el padre. Madre simbólica, amor y casa forman una unidad salvadora, un núcleo fuerte del cual es expulsado Mauricio, ejemplo de falsedad, doblez moral y oportunismo. Después de esto Yaquelín queda libre para ofrecernos a los espectadores la imagen de una cubana que, viviendo fuera de su país, es portadora de lo mejor de este y continuamente, mediante la relación viva y transparente que mantiene con sus familiares, lo devuelve a la nación de origen. Al mismo tiempo ocurre el hundimiento moral definitivo de Mauricio, una condición para que sea liberado Ulises, con la confesión de su hermano, del peso de la culpa por la muerte del padre.

El relato descansa encima de tres secretos: la muerte del padre de Mauricio y Ulises, devenida tortura espiritual y culpa para el último; la identidad de la madre de Beatriz y el destino de la hija perdida de Cuca, que al final sabremos que es Beatriz; la identidad de la persona que denunció a Daniel, cosa que le ha llevado a pasar media vida en la cárcel. De estos, el único que tiene la fuerza o relevancia necesaria para cambiar el curso de toda la acción es el primero, pues es el único que afecta a personajes no sustituibles, sin los cuales ni siquiera existiría el relato en cuestión. Solo que, si esto es así, entonces el súper-objetivo del relato es llevarnos hasta la glorificación del nuevo empresario y de la nueva emigrada.

Es curioso que tanto esta novela como la anterior, Vidas cruzadas, terminen en una celebración festiva en cuyo interior son reconciliadas las diferencias; allá un banquete campestre, aquí una boda. Como mismo aquí hay una oposición entre la calidad de la casa que mueve la acción y el resto de los espacios habitables donde los personajes desarrollan sus vidas, en la telenovela anterior éramos invitados a enlazar lo alto y lo bajo, lo humilde y lo privilegiado. En Vidas cruzadas se trataba de la oposición entre dos universos que, separados por un eje, permitían colocar de un lado una casa de valor semejante a esta que motiva la disputa en Más allá del límite, una segunda vivienda (esta de veraneo) en la playa, una finca y un auto; en el lado opuesto quedaban el trabajo de una costurera en un pequeño pueblo a escasos kilómetros de la capital y la cafetería de su nuevo compañero cuentapropista. En Vidas cruzadas la diferencia de niveles de vida quedaba solventada gracias al amor entre los hermanos, dispuestos a compartir todo su patrimonio con Carolina, la más joven del trío y tenida por el padre fuera del espacio del privilegio; de ahí que la celebración en la finca unifica diferencias que son pura y simplemente propias del contacto entre estamentos sociales distintos. En Más allá del límite la operación es otra, en más de un sentido, porque aquí la línea de la división familiar pasa por la fricción entre el adentro y “los afueras” de la nación; y porque, además de ello, en un segundo nivel, la fiesta solo es posible gracias a la generosidad del personaje que maneja dinero: Ulises.

¿Con cuáles herramientas es posible analizar una telenovela? ¿Cómo han de ser analizados elementos de guion, estructura, dirección, diseño de personajes, sistema de personajes, dramaturgia, curvas de tensión, puntos de alivio, continuidad del relato, planteamiento y solución de conflictos, oposiciones, simbología, etc.? ¿Qué son las telenovelas? ¿De qué nos hablan estas producciones culturales sino de nuestros sueños y fracasos, dolores e ilusiones, del límite y lo que se encuentra más allá? ¿Qué relación establecemos los espectadores con los discursos de las telenovelas? ¿Qué esperamos, qué buscamos, qué querríamos? ¿Se trata de un formato con características inamovibles o puede ser revisado, modernizado, contaminado? ¿Es un producto menor, de escasa categoría estética, o puede alcanzar altos valores artísticos? ¿Qué tipo de visión nos propone no una telenovela en particular sino la suma de varias; es decir, qué nos propone la televisora que las transmite?

Mejores o menos logradas, las telenovelas son una especie de monstruo con decenas de cuerpos a la vez, que complacen e inquietan, representan una larga travesía a través del padecimiento o la desconexión de unos personajes para quienes deseamos, como mismo en nuestras vidas, un destino mejor; por eso no han hecho más que terminar y ya empezamos a extrañarlas, a contar pedazos y a discutirlas.

¿Hay algo mejor?