I
Este texto comienza con la imagen de un grupo de adolescentes armados de picos y palas, sudando bajo el sol agobiante de la tarde. Trabajan como incipientes obreros de la construcción en sesión contraria a sus horarios de clase. Han aprendido todo tipo de labor en este mundo de bloques, carretillas, cemento, azulejos, cabillas y encofrado, entre tantas otras cosas cuando se trata de construir: la ampliación de la escuela donde todos estudian, seis aulas más baños para varones y hembras, un laboratorio y las dependencias de la dirección, un pequeño almacén y la secretaría. La obra, como ya acostumbran a llamarla, es dirigida, guiada, coordinada por un grupo de albañiles profesionales que imponen disciplina y vigilan cada detalle para que no haya “mentiras” ni —como se decía por entonces— “majaseo”. Hay que trabajar, pero no solo por lo permanente del control, sino porque los adolescentes saben y entienden bien lo que están haciendo: la escuela necesita un edificio nuevo y son ellos, los propios alumnos, quienes lo están construyendo.
Estudié en la Escuela Unificada Felipe Poey, anexa a la Universidad de la Habana. Lo de “unificada” significa que había aulas desde la enseñanza preescolar hasta el 10mo grado, donde por esa fecha concluían los estudios de secundaria. Eso quería decir que la mayor parte del estudiantado, en especial los que vivíamos cerca, pasando de grado en grado, convivíamos diez años en la misma aula. Durante toda la enseñanza primaria mi directora fue la Dra. Lidia Orille, una de las glorias de la Pedagogía cubana. A ella la recuerdo presidiendo los actos de graduación que anualmente tenían lugar en el tabloncillo del stádium universitario; de uno de estos actos, verdaderas fiestas del barrio, conservo la fotografía en la que, como pareja de una de mis vecinas y amigas de infancia, estoy vestido como un posible indio boliviano. Ese día bailamos “el carnavalito” y pasarían décadas antes de saber que sí existían en Bolivia negros como yo, descendientes de antiguos esclavos.
II
Lo principal del anterior recuerdo es que un acto de graduación escolar fuese cuidadosamente diseñado para involucrar y arrastrar a los padres y a la comunidad a una celebración de todos. Graduarse era un momento mayor dentro de las tradiciones propias de la vida escolar, una ocasión de orgullo colectivo para los que interaccionábamos con el lugar y, al mismo tiempo, una explosión de entusiasmo territorial y barrial. Convicción, belleza y elegancia eran las marcas de un acto que incluía desde el discurso vibrante de la directora hasta las palabras de agradecimiento de alguno de los que terminaban sus estudios; entre ambos extremos, la actividad cultural presentada por estudiantes de cada uno de los años e intervenciones de invitados. En otra foto de aquellos tiempos de primaria, tomada en diferente ocasión, estoy vestido como Pedro Izquierdo, el celebérrimo “Pello, el Afrocán”, quien en la fecha arrasaba con el ritmo Mozambique; casi puedo “ver” la reunión en el patio de mi casa, cuando con un corcho quemado me pintan la patilla y bigote típicos de “Pello”.
Es difícil transmitir la sensación que uno tenía en esos instantes de estar, al mismo tiempo, construyendo algo nuevo y siendo parte de un largo proceso de sedimentación, prolongando las tradiciones de la escuela y haciéndolas crecer. Cuando vives en un barrio absorbes todo su pasado, las personas mayores te contaminan de historias, te enteras de historias semiocultas, conoces los hechos que ocurrieron alguna vez o a sus protagonistas, eres un portador, pero también actor de esa pequeña historia geográficamente circunscrita. Cuando pasas tanto tiempo junto a las mismas personas en el aula de una escuela, creas lazos de comunicación, lealtad, amistad como ningún otro que luego vayas a tener; desde el mismísimo primer día en una institución escolar hasta el primer cigarro que a escondidas te atreviste a fumar, desde inquietudes amorosas hasta éxitos académicos, hasta la carrera anotada en el juego de pelota de cuatro esquinas, todo está entretejido con los mismos nombres.
III
El más bello ejemplo de orgullo barrial que recuerdo es de más adelante, del año 1975, cuando estudiaba noveno grado y un grupo de profesores (en mi memoria destacan los de Geografía y el de Agropecuaria) organizaron una espectacular Semana de Exposición de Círculos de Interés que se convirtió en un acontecimiento de divulgación y popularización científica abierto a la comunidad. Las fuerzas que se unieron para que aquello sucediese fuimos los monitores de las diversas asignaturas, los profesores y los padres. El mío, ingeniero agrónomo y trabajador de un centro de investigación, prestó algo de instrumental de laboratorio y consiguió la donación de unos pocos papeles de filtro para que pudiésemos realizar experimentos ante los asistentes. Cada quien apoyó como mejor pudo. Eran años de grandes planes de desarrollo ganadero y en la prensa se hablaba de la inseminación artificial, de modo que fue una sorpresa mayúscula cuando el padre de uno de mis compañeros de aula, especialista en investigaciones pecuarias, logró que en una de las granjas que atendía le prestara nada menos que una vaca… ¡para hacer una demostración del procedimiento de inseminación artificial! La memoria es algo tan extraño que todavía recuerdo que la vaca era tuerta, desconozco por cuál accidente.
El caso es que a lo largo de una semana, desde las 8 a las 10 de la noche cada día, monitores de más de una veintena de Círculos de Interés nos mantuvimos frente a nuestras áreas expositivas, explicando las más disímiles cuestiones a quienes visitaban la exposición; un público constituido por nuestros propios familiares, amigos del barrio, vecinos o simples curiosos que pasaban, veían el lugar iluminado en la noche, el entra y sale de personas, y se sumaban a la ocasión. A tal punto llegó el rigor de los implicados que incluso hubo una demostración de técnicas de escalamiento (el empleo de arneses, cinturones de seguridad, botas de escalamiento, diversos tipos de nudo corredizo, etc.); terminadas las explicaciones, la demostración concluyó cuando el profesor que se encargaba de ese círculo de interés y dos de mis compañeros de aula “escalaron” al techo del teatro de la escuela, a unos diez metros de altura.
IV
Los estudiantes que en aquella semana especial defendíamos conocimientos y el honor de la escuela, éramos los mismos de la imagen inicial: armados de picos y palas, sudados bajo el sol de la tarde mientras construyen aulas de esa misma escuela. El modelo estudio/trabajo era la norma practicada y par de veces a la semana, siempre en sesión contraria, íbamos a centros de trabajo. No tengo claro si todos los de mi grupo o solo algunos, seleccionados, mas sí tengo que estuvimos en lugares como la fábrica de muñecas y la de los famosos zapatos plásticos a los que llamábamos “kikos”; en la fábrica de muñecas pasé mi media jornada al final de la línea de producción, introduciendo en cajas las muñecas terminadas.
Lo último que hizo única esa experiencia de adolescente metido en albañilería fue que siempre supimos que las aulas que construíamos no eran para nosotros, pues nos graduaríamos de 10mo. grado sin todavía acabarlas; de hecho, si no confundo detalles, creo recordar que “la obra” debió ser concluida por una brigada profesional. Años más tarde, mi hija, Karen, estudió allí y cada vez que fui al lugar la mente se me pobló de imágenes de los compañeros de aula cubiertos de cemento y polvo, y la construcción avanzando cada día un poquito más.
Es curioso que ahora, cuando tengo casi 60 años, y pienso en mi escuela, de entre los muchos miles de sucesos aislados, lo que más recuerdo como momentos de unidad son aquella semana de exposición de círculos de interés y aquellos adolescentes construyendo las aulas que utilizarían otros adolescentes después de ellos. Lo que una escuela era capaz de hacer cuando se entendía a sí misma y a sus funciones como algo más que un espacio de instrucción y actuaba como la institución cultural más importante de un territorio, barrio o comunidad. La escuela salía de sí, crecía, era un movilizador social, convocaba a los padres y abría posibilidades incalculables para obtener algo nuevo. O cuando nos llamaba a los estudiantes para una tarea que parecía no pensada para nuestras fuerzas y deseosos de mantener las tradiciones, de defender el orgullo y la pertenencia, aprendíamos de proporciones en la mezcla, guillotinas para cortar cabillas, alambre dulce para tejerlas, rodapiés, lozas, concreto y mil detalles técnicos más.
Mi padre fue agrónomo y mi círculo de interés era de Geología, comencé estudiando Cibernética Matemática y después de mil vueltas terminé estudiando Pedagogía hasta que, finalmente, vivo una vida de escritor. Dicho de otro modo, aunque agradezco todas las cosas que en aquellos empeños aprendí, no fui científico ni tampoco constructor. Ahora, lo que nunca he olvidado es la lección profunda de la convicción, la belleza, la elegancia, el orgullo, la pertenencia, la unidad, la movilización, los sueños y la extensión enorme de lo posible.