Pertenezco
a la legión de espectadores televisivos que, hay que aceptar que en
rara mezcla, experimentamos sensaciones de horror y complacencia durante
la emisión del noveno capítulo de la tercera temporada del serial Juego de Tronos, adaptación televisiva de las novelas que –escritas por G. R. Martin– integran la saga novelesca Canción de hielo y fuego.
El capítulo al que nos referimos, titulado “Las lluvias de Castamere”,
mejor conocido entre los seguidores como aquel en el que tiene lugar la
llamada “boda roja”, es uno de los episodios más auténticamente fuertes
de un conjunto que en tal modo destaca por el manejo de la violencia
que, entre quienes seguíamos la obra, se convirtió en un chiste decir
que si te caía bien un personaje, entonces lo más seguro era que muriese
asesinado antes de concluir la temporada. La “boda roja” es el
asesinato de Robb Stark, su madre Catelyn Stark y Talisa Maegyr, su
bella esposa embarazada, en una secuencia diseñada y filmada de manera
espectacular; unos minutos en los que todo transmite significado: las
puñaladas, el color de las vestimentas, la suciedad del ambiente, la
iluminación, los rostros sin afeitar, las burlas ante los que mueren,
los ángulos en los que es colocada la cámara, etc. Como instantes de
especial horror quedan el momento en el que Talisa recibe varias rápidas
cuchilladas en el vientre, para que mueran ella y la criatura, así como
la expresión de dolor y enajenación de Catelyn cuando ve morir a Robb,
su hijo.
Espectadores y todo tipo de comentaristas se han
preguntado si, hasta donde puede ser con un relato de ficción, algo de
esto tiene relación con acontecimientos “verdaderos”. Son muchos los que
coinciden en señalar que la principal inspiración del autor proviene de
la Guerra de las Rosas inglesa del siglo XV d. n. e. En paralelo,
atendiendo al hecho de que Martin es estadounidense y buscando
conexiones con las tensiones socio-políticas del presente, hay quien
considera que la inspiración principal del ciclo narrativo se encuentra
en los “relatos de la frontera” del siglo XIX en ese país. A fin de
cuentas, Juego de Tronos presenta las batallas por el
poder, las alianzas, las traiciones, los combates, las muertes, las
conspiraciones y el idealismo de personajes que obedecen a intereses de
nada menos que de siete reinos. Un relato tan complejo como este, donde
son manejados alrededor de una decena de escenarios geográficos,
distantes y claramente diferenciados por clima, tradiciones, costumbres,
estructuras políticas, prácticas económicas, modos de vestir los
personajes, arquitectura, etc., abre numerosos campos de interpretación,
tanto para cada uno de los detalles como para la intención última del
autor del texto base, los guionistas que escribieron las adaptaciones y
los productores finales del material.
A tal punto llega la complejidad que, en el volumen Winter is coming
(2016), la académica medioevalista Carolyne Larrington escribe:
“¿Podría Westeros realmente ser conquistado usando el equivalente de un
arma nuclear táctica? ¿Y qué quedaría después de ello para entonces
reinar? En términos más humanos, el debate acerca de la logística de la
futura conquista de Westeros –gracias al terror que provocan los
dragones, mediante las fuerzas concentradas de los inmaculados o a
través de una batalla por los corazones y mentes (…) está en el fondo
mismo de toda la serie”. (Larrington: 2016, p. 16).
Esto implica
que cuando hablamos de los dragones, del tipo de ventaja militar que
conceden a quien los domina dentro del relato fantástico y vemos la
enorme destrucción de la que son capaces, también estamos hablando de
modo subliminal de nuestro presente y de los límites de la guerra. Esto
nos lleva a preguntar, tanto en el relato como en su significado para
hoy, si hay algún modo de contener o impedir que sea desatado sin
control este poder absoluto. En el doloroso capítulo 5 de la octava
temporada, escuetamente titulado “Las campanas”, la ira de Daenerys la
hace ordenar al último de los dragones la destrucción total de
Desembarco del Rey. De hecho, hay tomas en las que, luego de consumada
la victoria, el dragón pasea de un lado a otro de la pantalla
convirtiendo murallas y casas en lomas de escombro elevando al delirio
la destrucción y el espectáculo del poder.
Tal
como entonces escribí en mi perfil en Facebook: “la ciudad tenía
alrededor de un millón de habitantes, casi todos reducidos a cenizas por
el dragón cabalgado por Daenerys al mismo tiempo que los soldados de la
Guardia Roja estaban siendo masacrados por los Inmaculados”. En
semejante escenario de aniquilación, que ya sabemos que opera como
espejo de una aniquilación nuclear, el personaje opuesto a Daenerys es
su pareja romántica, John Snow, quien trata de impedir la muerte en masa
de los soldados de la Guardia Roja después de haberse rendido; es
decir, que mientras que la reducción a cenizas de edificios y personas
ocupa largos minutos en la pantalla, el humanismo del héroe trata de
impedir el sufrimiento desmesurado, excesivo, innecesario e inútil. Su
intención no es la de la venganza, sino la de imponer justicia en el
mundo nuevo que ha de venir luego de derrota de Cersei, el personaje
negativo. Escribí entonces que “en ese instante nos dimos cuenta de que
Daenerys había quebrado las reglas, traspasado los límites, roto
cualquier norma y estaba satisfaciendo un deseo de venganza del cual
Cersei y Desembarco del Rey no eran más que el primer escalón o el
pretexto, pues en verdad se trataba de desplegar el poder y gozarse con
él”.
Por tales motivos, con toda esta carga de preguntas que los
espectadores teníamos acumuladas, la solución de la historia, en el
capítulo 6 y final de la octava temporada, titulado “El trono de
hierro”, fue tanto una desilusión como una lección formidable. Los
argumentos con los que Tyrion convence a John de que tiene que matar a
su amada, la muerte de Daenerys a manos de John y la propuesta de
reorganización y ejercicio del poder esbozada en la reunión de los
lores, que decide la estructura política de ese mundo nuevo por el cual
todos han luchado, permiten ver algunos temores y presupuestos
ideológicos de los responsables de la serie. Se trata, efectivamente, de
un “relato de frontera” en tanto describe enfrentamientos entre un
centro/núcleo civilizado y varias irrupciones que lo amenazan; es
también una “historia de progreso” en tanto se produce un desplazamiento
desde el orden de poder feudal basado en líneas de sangre en dirección a
la asamblea en la cual el gobernante es electo; finalmente, es un
espacio donde se oponen la transformación revolucionaria de la realidad
(encarnada en Daenerys) y el cambio gradual.
Lo fascinante es que
en ese final a los Inmaculados, antiguos esclavos que Daenerys liberó,
se les brindan tierras y un estatuto de autonomía, para que cultiven y
se integren al orden del intercambio mercantil proto-capitalista, al
mismo tiempo que se deja de hablar del resto de los esclavos a quienes
Daenerys pretendía emancipar y que, en lo adelante, según se sospecha,
habrán de seguir esperando. En un segundo comentario en mi perfil en
Facebook, imaginando que de haber durado la serie un capítulo más nos
habrían aleccionado acerca del surgimiento de los partidos políticos
modernos, escribí par de párrafos que ahora reproduzco para una
audiencia más amplia:
“¿Qué otra cosa si no debería de venir
después de que Tyrion consigue que, en lo adelante, el acceso al poder
en los Seis Reinos se verifique mediante votación? ¿No es esto, acaso,
el primer paso para el mundo que avizora Sam, no en vano el personaje
que en la serie vemos hacer el papel de “estudioso” en bibliotecas,
cuando propone que la votación para elegir el soberano, se haga “entre
todos”?
“Tanto la propuesta de Tyrion (aceptada por el grupo) como
el sueño de Sam (recibido con burlas) tienen lugar en la reunión de los
lores que –luego de la batalla donde mueren Cersei y Jaime, la
desaparición de la Casa Lannister y la muerte de Daenerys– de manera
simbólica y en la práctica, “re-construyen” y “re-distribuyen” el mundo.
¿No significa acaso esto que el sueño de Sam, del cual entonces se
ríen, es “lo que vendrá”, es decir, nuestro presente?”.
Pocas series televisivas han convocado la cantidad de atención que mereció Juego de tronos o
han provocado la atención académica que esta arrastra ahora; he aquí
que mientras escribo pareciera que me llaman –desde la pantalla de la
computadora– un trío de libros: el ya mencionado Winter is coming. The medioeval world of “Game of Thrones” (I.B.Tauris & Co. Ltd: Londres, 2016), Game of Thrones and Philosophy (John Wiley & Sons.: New Jersey, 2012) y Mastering the Game of thrones : essays on George R.R. Martin’s A song of ice and fire
(McFarland & Company, Inc., Publishers: North Carolina, 2015). A
ellos sumo otros, de los cuales solo tengo distante noticia, como Game of Thrones and the Medieval Art of War; Game of Thrones versus History: Written in Blood y The Art of Game of Thrones.
Un
interesante párrafo, tomado de la página dedicada a la serie dentro de
la enciclopedia colaborativa on-line Wikipedia, dice que: “En cuanto al
aspecto académico, entre 2017 y 2018 la Universidad de Harvard, el
Boston College, la Universidad de California en Berkeley y el Instituto
Politécnico y Universidad Estatal de Virginia comenzaron a impartir
programas de estudios medievales inspirados por Game of Thrones
a manera de «herramienta de reclutamiento académico». En ese mismo
período se estableció igualmente la Martin Studies International
Network, dedicada al análisis de los libros de Martin y de la serie
televisiva”. A esto se agrega la Universidad de British Columbia, en
Canadá. Si a esto añadimos la cantidad de sitios en Internet creados por
seguidores para celebrar los acontecimientos de la saga e intercambiar
opiniones sobre ella, más las web oficiales que la cadena HBO dedica a
este hijo favorito, los lectores comprenderán que no hay nada sencillo
con la producción de series televisivas.
En próximas ediciones, como decimos los cubanos, “seguiremos informando”.